sábado, 24 de julio de 2021

JUSTICIA TRANSICIONAL - COLOMBIA

 

GEOPOLÍTICA, VIOLACIÓN DE DERECHOS HUMANOS Y JUSTICIA TRANSICIONAL EN SURAMÉRICA: EL CASO DEL PROLONGADO CONFLICTO ARMADO EN COLOMBIA



POR FERNANDO ARELLANO ORTIZ* /

Resumen

¿Qué es justicia transicional? ¿Por qué en varios países de Suramérica se puso en marcha procesos de justicias transitorias? Durante la década de los años 70 y comienzos de los 80 en pleno periodo de la Guerra Fría, América Latina enfrentó a sangre y fuego el embate de dictaduras cívico-militares para contrarrestar el supuesto enemigo interno y acallar todo intento insurreccional, lo cual conllevó la comisión de graves violaciones de derechos humanos y delitos de lesa humanidad. Más de 400 mil latinoamericanos fueron víctimas de este periodo de horror. Las naciones suramericanas una vez terminadas las dictaduras, asumieron el esfuerzo institucional de tratar de dilucidar la verdad, hacer justicia y obtener reparación. En ese propósito surge la implementación de mecanismos de justicia transicional, cuya misión por la cantidad y gravedad de los hechos aún siguen en curso. Por ello cobra relevancia analizar el contexto histórico y la implementación de los procesos de justicia transicional en los países del Cono Sur, haciendo énfasis en la experiencia colombiana. Se trata entonces de escudriñar brevemente la génesis de la historia de la infamia latinoamericana y cómo se han estructurado y desarrollado los esquemas de justicia, en los diversos países, enfatizando en la actual implementación de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) en Colombia para lograr avanzar hacia una etapa de posconflicto.

Palabras claves: geopolítica, justicia transicional, transnacionales, derechos humanos, Colombia, conflicto armado, posconflicto.


El capital especulativo transnacional como actor del conflicto armado

Colombia en 2018 adoptó una jurisdicción especial transicional como consecuencia del Acuerdo Final de Paz suscrito en La Habana en 2016 entre el gobierno de Juan Manuel Santos y el grupo insurgente de las FARC para tratar de doblar la página de décadas de violencia de un conflicto que parecía no tener fin.

La reparación efectiva de las víctimas del inveterado conflicto interno colombiano constituye un aspecto fundamental de este acuerdo. Pero tal responsabilidad no solo debe recaer en los principales actores generadores de violencia en Colombia: el Estado, la guerrilla y las bandas paramilitares, sino que necesariamente tiene que ampliarse a terceros civiles que son cómplices y articuladores de delitos de lesa humanidad, como varias empresas transnacionales que se han aprovechado de la confrontación armada y del histórico debilitamiento institucional de este país andino para consolidar sus negocios corporativos vía fractura social y territorial.

El capital transnacional, como en buena parte del mundo y particularmente en América Latina, ha jugado papel funesto y criminal en el proceso de la expansión del capitalismo, y por supuesto Colombia ha sido un botín a lo largo de su intrincada historia para sus protervos y codiciosos propósitos con la complicidad directa de la elitista clase dominante. Baste recordar la masacre de las bananeras en el recóndito municipio de Ciénaga, en el departamento del Magdalena, en el norte del país, a finales de la década de los años 20 del siglo pasado, por parte del Ejército colombiano que estaba al servicio de la United Fruit Company (hoy Chiquita Brands) para complacer sus intereses económicos.




La historia en Colombia se ha repetido como tragedia, pues al despuntar el siglo XXI, su clase dominante como en la época de la matanza en la región bananera del Magdalena, ha continuado poniendo a órdenes del capital transnacional el aparato estatal y los recursos naturales del país con consecuencias humanitarias y medioambientales funestas en las comunidades y territorios, hasta el punto que se puede afirmar que varias empresas multinacionales han sido actores del conflicto interno, por lo general, apoyando bandas paramilitares que les han posibilitado ampliar su dominio económico y territorial, en lo que el geógrafo inglés David Harvey, ha denominado “acumulación por desposesión“.

Empresas minero-energéticas como instigadoras de violencia y aprovechadoras del conflicto interno

Un caso paradigmático de cómo el capital transnacional se ha beneficiado en forma directa del conflicto interno colombiano es el de algunas empresas minero-energéticas, acusadas por la comisión de supuestos delitos de lesa humanidad. El muy documentado informe El lado oscuro del carbón elaborado y editado por PAX Holanda en septiembre de 2014, denuncia la estremecedora ola de violencia desatada en el departamento del Cesar, en el noreste del país, por grupos paramilitares que actuaban con el aparente apoyo y complicidad de las trasnacionales mineras Drummond y Prodeco.




Con base en cifras oficiales, dicha investigación que puede calificarse como el informe del horror, realizado por solicitud explícita de las víctimas, hace un cálculo conservador durante el periodo comprendido entre 1996 y 2002 y establece que en esta región carbonífera colombiana los paramilitares con la supuesta colaboración financiera y logística de las citadas empresas transnacionales cometieron no menos de 2.600 asesinatos selectivos, ejecutaron masacres en las que murieron unas 500 personas, e hicieron desaparecer a más de 240 habitantes de la zona, generando más de 59 mil desplazamientos forzados, con lo cual, además, se produjo un fenómeno de apropiación ilegal de tierras.

El informe de PAX es además un relato de lo que constituye la acumulación por desposesión que al decir de Harvey, Colombia es el país paradigmático de este fenómeno de saqueo y latrocinio. Se trata, como bien lo ha reseñado el sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos, de la “apropiación, casi siempre ilegal y violenta, y siempre con recurso a mecanismos extraeconómicos (políticos, coercitivos), de la tierra, de los recursos naturales y de la fuerza de trabajo necesarios para sostener la reproducción ampliada. Esos mecanismos han incluido históricamente el despojo colonial, la esclavitud, la coerción política, la violencia paramilitar, la ocupación extranjera para controlar los recursos naturales y las poblaciones” [1].

La actividad de estas transnacionales se enmarca además dentro de lo que la socióloga argentina Maristella Svampa ha denominado el “Consenso de los Commodities” para explicar la segunda fase del modelo neoliberal en América Latina y que en Colombia durante el gobierno de Juan Manuel Santos 2010-2018) se denominó “la locomotora minera”. Esta es una segunda etapa, explica Svampa, porque la primera, el Consenso de Washington, estaba consagrada sobre todo a la privatización de los servicios públicos y de los recursos naturales, y ahora se apunta a la ola de desposesión.




Esta fase de profundización del modelo neoliberal en Colombia ha venido a agravar su conflictiva realidad social por la ola de desplazamiento humano, desposesión de tierras, explotación laboral, asesinatos selectivos y, en general, violación de derechos humanos. En este contexto las transnacionales que explotan recursos minero-energéticos en el país han generado toda una tendencia cuyos alcances es la prevalencia de los intereses corporativos sobre los públicos, en cuanto a la evolución del territorio, de la economía y de las sociedades locales, explica el geógrafo brasileño Milton Santos (1947-2001). “Dentro de ese cuadro -agrega- la política de las empresas -esto es, su policy- aspira y consigue, mediante un governance, tornarse política; en verdad una política ciega, pues deja la construcción del destino de un área entregada a los intereses privados de una empresa que no tiene compromisos con la sociedad local” [2].

Posibilidad de que terceros actores del conflicto respondan

En un país como Colombia, caracterizado por la desviación del papel del Estado y por la profunda concepción neoliberal de su modelo económico, así como por el “secuestro” de amplios gobiernos locales por mafias políticas y corporativas, la expectativa por parte de organizaciones sociales y defensoras de derechos humanos radica en esta etapa de posconflicto en la posibilidad cierta o remota que se abre en el sentido de si los terceros responsables en la comisión de delitos de lesa humanidad van a responder a las víctimas.

En efecto, el Acuerdo sobre las Víctimas del Conflicto y el que crea una Jurisdicción Especial para la Paz apuntan en esa dirección por cuanto su objetivo es “contribuir a luchar contra la impunidad”, dándoles garantías jurídicas a “quienes participaron de manera directa o indirecta en el conflicto armado” para que asuman sus responsabilidades penales. Sin embargo, se han puesto una serie de talanqueras y obstáculos para que los terceros responsables gocen de completa impunidad.

 



De todas maneras, la Jurisdicción Especial para la Paz tiene competencia sobre agentes del Estado y otros responsables directos o indirectos del conflicto, como financiadores o colaboradores de los grupos armados ilegales.

En este sentido, la competencia de dicha Jurisdicción alcanza a quienes no han combatido, pero que, por ejemplo, han financiado grupos paramilitares, como es el caso concreto de varias transnacionales que operan en territorio colombiano, teniendo en cuenta también “las vulneraciones que en razón del conflicto hubieran tenido los derechos económicos”.

Se establecen, igualmente, “medidas de reparación integral para la construcción de la paz” que “buscan asegurar la reparación integral de las víctimas, incluyendo los derechos a la restitución, la indemnización, la rehabilitación, la satisfacción y la no repetición; y la reparación colectiva de los territorios, las poblaciones y los colectivos más afectados por el conflicto y más vulnerables, en el marco de la implementación de los demás acuerdos”.



                   

Queda por verse si a mediano y largo plazo se llama a responder jurídicamente a los terceros civiles responsables en el conflicto colombiano, de lo contrario las víctimas y las organizaciones activistas de derechos humanos no tendrán otra vía que la de acudir a la justicia penal internacional.

Lo complejo de este tema es que en la sociedad colombiana hay víctimas directas e indirectas de este prolongado conflicto armado.

En el imaginario colectivo del país no se relaciona “el conflicto armado con la falta de garantías en materia de derechos económicos, sociales y culturales, civiles y políticos que afectan al grueso de la población colombiana” [3].

Y es que como lo señala el antropólogo Arturo Escobar, “el posconflicto en Colombia no se puede construir con las categorías tradicionales de desarrollo y representación políticas que fueron precisamente las que generaron el conflicto”. Al fin y al cabo, como lo ha manifestado el politólogo y sociólogo argentino Atilio Boron, “paz y neoliberalismo en Colombia son incompatibles”.



Contexto de los horrores del devenir latinoamericano

 Tras la emancipación de las colonias americanas del imperio español, éstas pasaron a hacer parte del área de influencia de Estados Unidos que a comienzos del siglo XX se fue configurando como potencia a nivel global, tanto militar como económicamente. América Latina fue, casi desde el inicio de su expansión, uno de los primeros territorios donde consolidó su influencia.

La presencia histórica de Estados Unidos en Latinoamérica es una colección de oligopolios empresariales, intervenciones políticas y armadas, golpes de Estado, avalanchas de dólares, bloqueos económicos, injerencia constante, invasiones militares y bombardeos propagandísticos.

Desde que a principios del siglo XIX Washington adoptó la llamada Doctrina Monroe, el intervencionismo estadounidense en el continente americano ha sido una práctica habitual y fue una constante y creciente durante el contexto de la Guerra Fría.

El peso político y económico de Estados Unidos acabó mutando los alcances de esa doctrina internacional en una práctica de facto, violando principios de derecho internacional, para tener un área de influencia propia y exclusiva en el continente americano. De ahí los múltiples atropellos cometidos por esta potencia contra varios países latinoamericanos para derribar gobiernos o líderes políticos que no se alinearon a sus dictámenes y pretensiones geoestratégicas.

En esta circunstancia geopolítica hay que escudriñar la génesis de las violaciones de derechos humanos y la comisión de crímenes de lesa humanidad en América Latina durante un largo periodo del siglo XX que en buena hora y pese a las dificultades, obstáculos y limitaciones, varios países de este hemisferio han tratado de avanzar en las investigación, recuperación de la memoria, búsqueda de la verdad y sanción de los victimarios mediante mecanismos de justicia transicional.

El comportamiento político internacional a través de variables geográficas

Los horrores del devenir histórico de Latinoamérica con la violación sistemática de derechos humanos registrados a lo largo del siglo XX no son más que consecuencia de una visión geopolítica codiciosa y rapaz por consolidar una hegemonía hemisférica que ha llevado a instrumentalizar una serie de mecanismos y dispositivos por unas élites gobernantes y dominantes que han mancillado los intentos de democracia formal en una región que no ha terminado de emanciparse.

En efecto, la geopolítica entendida como la óptica de la política exterior de una nación, en este caso de una potencia hegemónica, para determinar su comportamiento mediante variables geográficas, ha sido determinante en el curso histórico de América Latina.

Es decir, el poder político de Estados Unidos en relación con el espacio geográfico del hemisferio constituye elemento decisivo para comprender la realidad socioeconómica de la región.

Cuando los intereses económicos del centro hegemónico no logran su plena satisfacción, los intentos de democracia constituyen un crimen contra la denominada “seguridad nacional”, vale decir, la de las clases dominantes y las inversiones extranjeras. Por eso es que las sociedades se militarizan y el estado de excepción se torna permanente bajo el supuesto de garantizar las “libertades públicas y el desarrollo”.

En Latinoamérica la articulación de planes para frenar o exterminar todo intento de protesta o movimiento insurreccional generó en el reciente pasado que alrededor de medio millón de personas fueran víctimas de políticas de Estado terroristas, “cuya base estuvo diseñada en Washington… Solo basta con reconstruir la historia de dictadores como Anastasio Somoza (Nicaragua), Fulgencio Batista (Cuba), Jorge Ubico (Guatemala) y unirla con las dictaduras del llamado Cono Sur para comprobar de dónde, por qué surgieron y qué poder los sostenía”. (4)

La geopolítica entendida como la óptica de la política exterior de una nación, en este caso de una potencia hegemónica, para determinar su comportamiento mediante variables geográficas, ha sido determinante en el curso histórico de América Latina

No obstante las dificultades, tropiezos y limitaciones que se han tenido que enfrentar en varios países del hemisferio, es destacable los esfuerzos que a nivel institucional se han hecho a partir del último cuarto de siglo de la centuria pasada para desarrollar instrumentos que permitan conocer la verdad y propender por materializar justicia ante los crímenes cometidos por responsables de regímenes políticos que bajo el pretexto de “razones de Estado” y combatir “el enemigo interno” no tuvieron límite en la violación de derechos humanos.

En ese sentido y aunque por supuesto hay todavía mucho trecho por recorrer, varias naciones de América Latina se han comprometido en avanzar en la implementación de procesos de justicia transicional, ejercicios de recuperación de memoria histórica e integración de comisiones de la verdad.

Ello reviste importancia por cuanto en los ejercicios de justicia transicional que se han venido desarrollando para conocer y sancionar los delitos de lesa humanidad, constituye un esfuerzo de la sociedad para moverse en una dirección determinada tendiente a restaurar el consenso social, mancillado por unos regímenes políticos que buscaban consolidar su hegemonía interna y satisfacer los intereses del poder foráneo. Al fin y al cabo, como lo concibió Walter Benjamin, la historia debe estar dirigida a reivindicar la memoria de los vencidos y olvidados. (5)

Un ejercicio de memoria para alcanzar verdad y justicia

Lo destacable de un proceso de justicia de transición es restablecer o afianzar un Estado democrático de Derecho, lo cual necesariamente reviste desentrañar la verdad, los antecedentes y contextos históricos para que “nunca más” vuelvan a repetirse los hechos execrables que desestructuraron una sociedad.

Vasta es la bibliografía que da cuenta de manera exhaustiva de que la utilización de la geopolítica ha sido factor determinante en la dominación de naciones para consolidar intereses políticos y económicos para lo cual se echa mano de mecanismos condenables que atentan contra la integridad de amplios núcleos poblacionales.

De ninguna manera es exagerado o irreverente señalar que la de América Latina es una historia de explotación, humillación y saqueo. Primero fue España durante la colonia con sus procedimientos de exterminio de las poblaciones originarias, y las potencias de Occidente, después, las que esquilmaron a la región ejerciendo además un tratamiento de imposición y dominio que no ha permitido al continente su desarrollo equilibrado y dentro de niveles de equidad, ni avanzar en la consolidación de su propia identidad cultural.

En circunstancias geopolíticas hay que escudriñar la génesis de las violaciones de derechos humanos y la comisión de crímenes de lesa humanidad en América Latina durante un largo periodo del siglo XX que en buena hora y pese a las dificultades, obstáculos y limitaciones, varios países de este hemisferio han tratado de avanzar en las investigación, recuperación de la memoria, búsqueda de la verdad y sanción de los victimarios mediante mecanismos de justicia transicional

América para los (norte) americanos

Al tratar de hacer una introspección en cuanto a la permanente violación de los derechos fundamentales de una región como Latinoamérica y el Caribe, necesariamente juega el elemento geopolítico, habida cuenta que la primera doctrina de política exterior elaborada por Estados Unidos, en 1823, un año antes de la Batalla de Ayacucho, que puso fin al imperio español en América del Sur, tuvo como propósito fundamental, su control hegemónico. En efecto, se trata de la Doctrina Monroe, que con sus circunstanciales adaptaciones ha orientado el enfoque de la Casa Blanca hasta nuestros días y que estableció la reconocida fórmula de “América para los americanos”, que en la práctica se traduce para los (norte) americanos, porque ello conviene a sus intereses.




De esta manera, Washington sentaba sus reales en el hemisferio, frenando las pretensiones expansionistas de potencias europeas como Gran Bretaña, España, Francia, Holanda y Portugal.

“Habría de transcurrir casi un siglo para que Washington diera a luz, en 1918, una nueva doctrina política exterior, la Doctrina Wilson, esta vez referida al teatro europeo convulsionado por la Primera Guerra Mundial y el estallido de la Revolución Rusa. No es un dato anecdótico que esta doctrina haya sido elaborada prácticamente un siglo después de otra relativa a un área ‘irrelevante’ como América Latina y el Caribe”. (6)

La Doctrina Monroe fue “perfeccionada” por el presidente Theodre Roosevelt, quien ante el Congreso de los Estados Unidos en 1904, fue enfático en determinar que si un país de las Américas amenazaba o atacaba la propiedad de ciudadanos o empresas estadounidenses se vería obligado a intervenir en los asuntos internos de esa nación para supuestamente restablecer el orden y el imperio de la ley. Nacía así la política del “gran garrote”.

Efectos exterminadores de la Guerra Fría

El enfrentamiento político, económico, militar y científico que se dio entre Estados Unidos y la Unión Soviética tras la Segunda Guerra Mundial, conocido como Guerra Fría, y que culminó con la caída del muro de Berlín en 1989 que simboliza la terminación del comunismo, tuvo efectos muy negativos no solo para América Latina sino para otros países del orbe.




La disputa entre la visión capitalista y la comunista mancilló varios procesos democráticos y generó graves violaciones de derechos humanos.

En los países bajo la égida de Estados Unidos, los comunistas o los denominados sectores progresistas tuvieron (o tienen porque la historia no ha cambiado) la posibilidad de presentarse a elecciones. “A ganarlas no, porque siempre que eso ocurrió o estuvo a punto de ocurrir, entonces se acabó con la democracia, las elecciones y los derechos”. Y, en consecuencia, esos países que se atrevieron a elegir dignatarios que no fueran del gusto de Washington “pagaron con golpes de Estado, guerras bloqueos o invasiones, torturas y desapariciones”. (6)

A continuación una relación muy sucinta de golpes e invasiones de Estados Unidos contra “resultados electorales indeseables” para la Casa Blanca:

España, 1936; Chile, 1973; Guatemala, 1944-1954 (32 intentos de golpe, y finalmente, una invasión); Indonesia, 1965; Brasil, 1964; Irán, 1953; República Dominicana, 1963; Haití 1990 y 2004; Colombia, 1985-1994 (asesinato a los dirigentes del partido político Unión Patriótica que tenían posibilidad de ganar elecciones); Bolivia, 1980; Nicaragua, 1979-1990; Rusia, 1993; Venezuela, 1935 y 2002; Honduras, 2009; Grecia, 1967. A todo ello habría que sumar la actividad terrorista de la red Gladio que desestabilizó Europa para conjurar la posibilidad de una victoria electoral comunista en Italia y los países mediterráneos en general. (7)

América del Sur, una historia de la infamia

Con el propósito de combatir al “enemigo interno”, sostener la “seguridad interna” y evitar la influencia o expansión del comunismo, Estados Unidos con la anuencia y complicidad de militares y reconocidos miembros de las élites sociales, protagonizó a sangre y fuego en los países de América del Sur, una historia de la infamia, como diría Jorge Luis Borges.

Fue un pacto de muerte. Washington instaló una red de dictaduras en el Cono Sur y en otros países latinoamericanos. La represión, la conculcación de derechos, las desapariciones forzadas, el genocidio, no tuvo límites ni fronteras. Estados Unidos proporcionó los esquemas operativos, el financiamiento, la asistencia técnica para poner en marcha la doctrina de la seguridad nacional y con ella se inspiró la criminal Operación Cóndor. (8)




El panorama no podía ser más tenebroso y desolador:

“El general Alfredo Stroessner llevaba ya una década en el poder en Paraguay, cuando los militares brasileños derrocaron al gobierno democrático y popular de João Goulart, en 1964. La tradición del golpe tras golpe llevó a Bolivia la dictadura de Hugo Banzer en 1971. El golpe del general Augusto Pinochet el 11 de septiembre de 1973 en Chile terminó con el experimento socialista de un gobierno elegido democráticamente, y derrocó al presidente Salvador Allende, que no se rindió y murió en la casa gubernamental destruida por los bombardeos. Ese mismo año, la prolongada democracia en Uruguay culminó cuando el presidente Juan María Bordaberry, aliado con los militares, cerró el Congreso y puso al país bajo dictadura. Tres años después, el 24 de marzo de 1976, una Junta Militar presidida por el general Jorge Rafael Videla interrumpió una vez más un gobierno civil en Argentina. Desde los años treinta, Argentina tuvo escasos periodos democráticos, todos ellos interrumpidos por golpes militares. En este caso, fue derrocado el gobierno de María Estela Martínez de Perón, viuda y heredera política –sin otra razón que haber sido la tercera esposa- del tres veces presidente de la República, Juan Domingo Perón. Bajo este gobierno comenzó a actuar la Alianza Anticomunista Argentina (Triple A), en coordinación criminal con la dictadura de Pinochet en Chile”. (9)




Tras la larga y triste noche de los  regímenes dictatoriales del Cono Sur, hizo irrupción a comienzos de la década de los 90 del siglo pasado en Perú, lo que se podría denominar como “fujimorismo”, liderado por un novel político de ascendencia japonesa llamado Alberto Fujimori, quien implementó medidas económicas de corte neoliberal y dio un autogolpe de Estado en 1992, que tuvo el apoyo soslayado de Washington.

Bajo el pretexto de la lucha contra la subversión, el gobierno de Fujimori fue responsable de múltiples casos de violación de derechos humanos, razón por la cual ha tenido que enfrentar una serie de sentencias condenatorias por parte de la justicia peruana por asesinatos, desapariciones forzadas y masacres perpetradas por el escuadrón de la muerte denominado “Colina”.

El prolongado conflicto armado Colombia, un caso particular

Rastrear los orígenes del prolongado conflicto armado en Colombia nos lleva necesariamente a  revisar su intrincada historia que, en gran medida, no es más que la constatación de la inexistencia de Estado de Derecho en este país, lo cual deja entrever profundos conflictos irresueltos que han terminado por tener un impacto político y sociológico que se evidencia en la carencia de tejido social en una sociedad que no ha logrado superar la premodernidad.

Ha sido característica de Colombia a lo largo de su devenir republicano la imposición y las vías de hecho como factores determinantes, pues su endogámica clase dirigente ha tenido al Estado como un botín para sacar el máximo provecho de él, pero jamás ha pensado en el bien común y mucho menos ha tenido un proyecto colectivo de país. A ello hay que agregar que desde los albores de la República y hasta bien avanzado el siglo XX la sociedad colombiana estuvo influenciada por decisivos factores fácticos de poder como la Iglesia Católica que, en forma nefasta, intervino en la educación y en el proceso de culturización del país.

Como consecuencia de la carencia de identidad cultural, del fraccionamiento social y la miopía de una clase dominante que se ha sustentado en la satisfacción de sus intereses particulares, Colombia ha transitado su proceso histórico en medio de la guerra civil no declarada. Durante el siglo XIX se instalaban y se derrocaban presidentes gracias al conflicto armado y del mismo modo se imponían constituciones a la medida del líder militar o político de turno. En lo corrido del siglo XX, la sociedad colombiana estuvo caracterizada por la imposición de un monopolio bipartidista en lo político y la dramática concentración de la riqueza en muy pocas manos, en lo económico.

Colombia durante este siglo no tuvo la oportunidad de generar un proceso de modernidad, entendido éste como la oportunidad de cohesionar a su sociedad a través de unos mínimos valores de convivencia que posibilitaran identidad cultural sino que, por el contrario, debió enfrentar la visión dominante de los sectores más retrógrados, como consecuencia en gran medida, de la pérdida del liberalismo de la denominada Guerra de los Mil Días (1899-1902) frente al hegemónico régimen conservador.

La oclusión política y socioeconómica de este país se vio agravada cuando al iniciar el siglo XXI, su clase dirigente caracterizada por pertenecer a “un partido único” como el tándem liberal-conservador lo encasilló incluso constitucionalmente sobre cánones neoliberales en lo económico; desinstitucionalización en lo político; subordinación en materia de política internacional; inequidad en lo social; y complicidad e impunidad frente al fenómeno del paramilitarismo.

Estas causas endógenas más la permanente intervención directa y constante de un gobierno como el de Estados Unidos en los asuntos internos de Colombia, permite comprender porque este país es un perfecto caldo de cultivo para la irrupción de movimientos insurgentes que reivindiquen un proyecto de nación inclusiva y autodeterminante.




La oclusión política y socioeconómica de este país se vio agravada cuando al iniciar el siglo XXI, su clase dirigente caracterizada por pertenecer a “un partido único” como el tándem liberal-conservador lo encasilló incluso constitucionalmente sobre cánones neoliberales en lo económico; desinstitucionalización en lo político; subordinación en materia de política internacional; inequidad en lo social; y complicidad e impunidad frente al fenómeno del paramilitarismo.

Morfología de la insurgencia armada en Colombia

Pero la postración del país en sus instituciones, y por ende, en su desarrollo político, económico, social y cultural se debe, en gran parte, a que los colombianos no han podido superar los lastres del pasado a los que hay que agregar los nuevos fenómenos y contradicciones al interior de su sociedad.

El conflicto armado que ha vivido Colombia tiene razones históricas y sociológicas que hacen que sus características se diferencien de las que han enfrentado el resto de países del continente latinoamericano.

La primera razón es de carácter histórico y tiene que ver con el hecho de que la guerrilla colombiana a diferencia de los otros países latinoamericanos no fue exclusivamente una reacción inspirada por la Revolución Cubana o consecuencia de los efectos de la Guerra Fría, sino que su origen es más profundo y se remonta a la situación de violencia vivida a mediados del siglo XX por la confrontación entre liberales y conservadores, la cual, igualmente, puede considerarse como la prolongación de las guerras sangrientas que a lo largo del siglo XIX enfrentaron estos bandos partidistas.

La represión y el monopolio absoluto del poder por parte del bipartidismo impidieron desarrollar un proceso democrático y una apertura social en Colombia, por lo cual irrumpió la oposición armada que vio en esta vía un mecanismo válido para presionar y hacerse escuchar.

Otra razón que explica el alcance desestabilizador que logró la guerrilla, concretamente las FARC, en más de cinco décadas de lucha armada, fue su estrategia de alguna manera exitosa para desarrollar su proyecto político y militar, lo que le permitió la toma sistemática y progresiva de más de 500 municipios.



Cabe anotar que en este contexto, elemento determinante que ha contribuido a la afectación del Estado colombiano ha sido  el narcotráfico que, con el fenómeno de la guerrilla, terminaron horadándolo. Narcotráfico y subversión pusieron en alto riesgo la fragilidad institucional de Colombia. A ello hay que añadir la expansión de los grupos de autodefensa o paramilitares que, ante la debilidad del Estado, buscaron sustituirlo para enfrentar a la insurgencia guerrillera. El enfrentamiento entre estos dos actores armados fue por dominio territorial de las diferentes zonas geográficas del país con el consecuente saldo de terror, muerte y desolación.

Desde la década de los 80 del siglo pasado, cada Presidente llegaba con un nuevo plan de paz en el bolsillo que la guerrilla consciente de su poder, desdeñaba o entraba en negociaciones que, por lo general, terminaban en frustración. Fue Juan Manuel Santos el mandatario que logró no solo concretar un acuerdo final de paz con las FARC, sino que además buscó iniciar un nuevo proceso de negociaciones con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) que se frustró en el camino.

Estos esfuerzos de paz y de reinserción de la principal organización insurgente del país de alguna manera constituyen un avance en el proceso histórico colombiano caracterizado por los lastres sociales y políticos de una sociedad que aún no ha podido superar, por eso en alguna oportunidad Nelson Mandela señaló que “la experiencia enseña que las naciones que no enfrentan el pasado se ven atormentadas por él por generaciones”.

Derechos Humanos y justicia transicional



En Colombia, la justicia transicional es el resultado de una negociación y un proceso que implicó un acuerdo entre facciones en conflicto y un tiempo prudencial para alcanzar lo pactado. Se aspira a que con la Justicia Especial para la Paz (JEP) se cierre un capítulo de este país y se abra otro para lograr el desarrollo social y su modernidad.

La justicia transicional apunta a restaurar el consenso social, dilucidar las causas que dieron lugar al conflicto, sancionar las conductas de lesa humanidad y lograr la no repetición.

Ante la suscripción del Acuerdo de Paz, los diversos actores del conflicto comprometidos en violación de Derechos Humanos y del Derecho Internacional Humanitario (DIH) vienen siendo objeto de investigación y juzgamiento en el ámbito nacional a través de una jurisdicción especial. Esta circunstancia alerta la atención de la comunidad internacional que reclama la acción imperativa de los Estados y coloca a Colombia bajo su observación a través de una instancia como la Corte Penal Internacional (CPI) que tiene la función de supervisar la legitimidad de la punición a nivel nacional de los crímenes cometidos como consecuencia de la confrontación armada.

Memoria y reconciliación

El proceso de justicia transicional constituye además elemento nodal para rescatar la memoria histórica que posibilite avanzar en el proceso de reconciliación nacional.

La memoria histórica constituye en la Colombia de hoy, cuando transitamos por la etapa del posconflicto, un elemento fundamental para encontrar respuestas a un doloroso pasado, al tiempo que tiene que convertirse en expresión de identidad social colectiva capaz de ser un eje político transformador. Por ello, la memoria en Colombia, tiene que tener sentido de futuro.

Los rigores y consecuencias de varios años de violencia en este país tienen que ser objeto de una mirada exhaustiva por cuanto que al hacer una revisión de su historia deshumanizada existe la posibilidad de avanzar en la construcción colectiva de memoria histórica como mecanismo reparador de una sociedad mellada por tanto dolor. Al fin y al cabo, la memoria no solo es desafío al olvido, es también sanación y reparación. Y el primer elemento que permite una reparación es la verdad.



Se trata, de responder ética y políticamente a una exigencia de las víctimas, y en general de la sociedad-víctima por décadas de conflicto, destrucción del tejido social y desgarramiento humano, consistente en una apropiación narrativa del pasado de inhumanidad, en la cual lo narrativo no se disocia de la verdad factual, ni de lo político de lo simbólico.

Por ello es preciso contextualizar en cierto modo las complejidades de un conflicto que desestructuró a la sociedad colombiana que ha debido padecer por décadas los rigores de la guerra y de la violencia endémica, lo cual requiere para enfrentar su dolor y su alta carga de sufrimiento, la elaboración de un duelo que tiene que ser social y colectivo, y ello puede lograrse mediante la resignificación del sentido de la memoria histórica de cara a un futuro diferente, que conlleva las garantías de no repetición de los hechos atroces cometidos y padecidos en el pasado.

La memoria es un elemento reparativo a las víctimas, no es sólo un asunto jurídico. Lo que está en juego es su derecho a una reparación moral, razón por la cual en el Acuerdo de Paz suscrito entre el Gobierno del presidente Santos y las FARC se contempló la creación de una Comisión de la Verdad para esclarecer y explicar el conflicto interno que por más de medio siglo ha desgarrado a la sociedad colombiana.

La reconstrucción de la identidad social es un trabajo colectivo que supone poder realizar un relato fidedigno de los crímenes perpetrados. Ese relato resulta indispensable para las nuevas generaciones que se acercan a conocer su pasado. Para que la memoria no se degrade, es necesario ejercerla en relación con el presente y de cara al futuro.

Por tanto, como señalaba el filósofo búlgaro Tzvetan Tódorov, la memoria histórica, además de ser colectiva e incluyente, debe tener una dimensión pedagógica y un sentido político de futuro, aprovechando el legado ético que se desprende de las lecciones que nos han dejado las experiencias dolorosas vividas por las víctimas, así como sus apuestas de lucha digna y pacifista contra el olvido y la impunidad.

La reconciliación nacional a la que todo el pueblo colombiano aspira y anhela no puede fundarse en el ocultamiento y la negación, sino en la admisión de responsabilidades, razón por la cual el Acuerdo de Paz adoptó un mecanismo transicional de justicia. La Justicia Especial para la Paz (JEP) apunta a que se restaure el consenso social, cerrando un oscuro capítulo en la vida del país y abriendo otro en pos del desarrollo, la armonía y el progreso.

La justicia transicional, en consecuencia, surge en Colombia como una estrategia de resolución de conflictos y, como tal, porta los rasgos de un nuevo contrato social.



Conclusión general

La visión geopolítica rapaz y expansionista de una potencia como Estados Unidos que históricamente ha considerado a América Latina como “su patio trasero” y su zona de influencia, es el principal factor de las graves violaciones de derechos humanos que se han cometido durante el devenir histórico de este hemisferio.

Washington es el gran corresponsable de la comisión de  atrocidades y crímenes de lesa humanidad en la región, por eso es que Estados Unidos para salvaguardarse de las responsabilidades que le competen y no permitir que sus funcionarios estatales puedan ser juzgados internacionalmente, se ha negado reiteradamente a suscribir los tratados concernientes a derechos humanos, medio ambiente, limitación de armamento militar y nuclear. Consecuente con su postura de desconocimiento del derecho internacional, se opuso, por ejemplo, a firmar el Tratado de Roma, expresamente para no reconocerle competencia alguna a la Corte Penal Internacional y en el ámbito hemisférico, rechaza de plano el Sistema Interamericano de Derechos Humanos al no haber suscrito el Pacto de San José de noviembre de 1969.

Como potencia hemisférica y mundial, Estados Unidos logró imponer en América Latina una doctrina de seguridad nacional, sustentada en eliminar al “enemigo interno” y ha contado a lo largo de su histórica dominación con clases dominantes que han estado a su servicio y han ejecutado sus dictados al pie de la letra, hasta tal punto que la experiencia empírica lleva a colegir que el subdesarrollo político, cultural y socioeconómico de “América Latina proviene del desarrollo ajeno y continúa alimentándose”. (10)

La desgracia de estas tierras que desde una visión colonialista supuestamente fueron “descubiertas” por un navegante genovés con el auspicio de la monarquía española a finales del siglo XIV, es que primero fueron exterminadas por los europeos y posteriormente esquilmadas y dominadas por el poderío político y económico de Washington.

Entre Washington, las clases elitistas y dominantes de Latinoamérica con sus aparatos militares de represión han escrito para utilizar un título borgiano, una Historia universal de la infamia. A lo largo del intrincado proceso histórico de la región han sabido “montar una gigantesca maquinaria del miedo y han hecho aportes propios a la táctica del exterminio de las personas y las ideas”. (11)

El común denominador para reprimir cualquier intento de oposición, insurrección o protesta social ha sido “aplastar a las fuerzas de cambio, arrancar sus raíces, perpetuar el orden interno de privilegios y generar condiciones económicas y políticas seductoras para el capital extranjero: tierras arrasada, país en orden, trabajadores mansos y baratos”. (12)

Por eso es que los procesos de justicia transicional que han tenido desarrollo en varios países de Latinoamérica posibilitan abrir las puertas de la verdad para identificar y sancionar a los responsables tanto intelectuales como materiales de un capítulo de horror que debe avergonzar a sus élites gobernantes y militares comprometidas, así como desenmascarar, de manera contundente, el criminal protagonismo que en ello ha tenido una potencia como Estados Unidos.

Notas

[1] De Sousa Santos, Boaventura. Refundación del Estado en América Latina. Perspectivas desde una epistemología del Sur, Siglo del Hombre Editores, Bogotá, 2011.

 

[2] Santos, Milton. Por otra globalización. Del pensamiento único a la conciencia universal, Convenio Andrés Bello, Bogotá, diciembre 2004.

 

[3] Girón, Ortiz Claudia; Vidales Bohórquez, Raúl. El rol reparador y transformador de la memoria en: Memoria, Silencio y Acción Psicosocial, Ediciones Cátedra Libre, Bogotá, octubre 2010.

 

[4] Calloni, Stella (2006). Operación Cóndor, pacto criminal. La Habana: Fondo Cultura del ALBA.

 

[5] Benjamin, Walter (2009). La obra de arte. En W. Benjamin, Estética y Política (pág 142). Buenos Aires: La Cuarenta.

 

[6] Boron, Atilio (2012). América Latina en la geopolítica del imperialismo. Buenos Aires: Ediciones Luxemburg.

 

[7] Fernández Liria, Carlos (2015). El marxismo hoy. La herencia de Gramsci y Althusser. Buenos Aires: Bolalletra Alcompas, S.L.

 

[8] Calloni, Stella. Op cit.

 

[9] Calloni, Stella. Op cit.

 

[10] Galeano, Eduardo (1978). Las venas abiertas de América Latina. México: Siglo XXI editores.

 

[11] Galeano, Eduardo. Op cit.

 

[12] Galeano, Eduardo. Op cit.

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*Fernando Arellano Ortiz(Pasto, Colombia, 1964), periodista con más de 40 años de experiencia e investigador social, cursó estudios completos en Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad Católica de Colombia, los cuales los culminó en diciembre de 1995. Autor de varios libros sobre política, crónica e investigación histórica y sociojurídica, entre los que se destacan: Crónicas Negras del Poder. Uniediciones, Bogotá, 2006, segunda edición corregida y aumentada. Carlos Gaviria: el reto de una Colombia justa. Coeditor. Ediciones Veramar, Bogotá, abril de 2006. La Corte Penal Internacionalpublicación virtual, Bogotá, 2002; Justicia Transicional. Análisis comparado. Coautor. Leyer Editores, Bogotá, 2019, Es director del Observatorio Sociopolítico Latinoamericano www.cronicon.net, con sede en Bogotá. D.C. 

Blog personal: http://telaparacortar.blogspot.com/

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